domingo, 24 de julio de 2011

Tecnoadíctos


Les voy a decir una cosa...

A veces, cuando le gano la partida al sol y empiezo la jornada taxial en el mismo instante en que empiezan a hacer las calles, me paro a media mañana o al medio día y me tomo un café o un limón Shuépes (altamente recomendable) y disfruto ver comer a la secta de "Les Cravates" que hay en el bar o sentados en las mesas. Para los que nunca han dado francés: Los Corbatas.

 Tan bien peinados, tan engominados, tan seguros de sí mismos, tan arrogantes... tan pendientes de sus prolongaciones físicas. Y no estoy hablando de "el miembro...", sino de los tan de moda Esmartfónes.

Durante el primer y segundo plato, Les Cravates, se dedican entre ellos simplemente alguna mirada furtiva, y aprovechando los momentos en que el peso de la charla se plomiza y desplaza hacia los sectores más lejanos de la mesa. Ocurre un hecho sin igual... El que atesora el paráto junto al panecillo, le va dando de vez en cuando algún toque. 

Sí amigos, desliza el dedo y accede rápido a la aplicación de su red social preferida. Echa una ojeada fugaz con el rabillo del ojo a las novedades y vuelve a la conversación como si tal cosa. Y ajeno al discurso, sonríe con ojos de vaca recién embestida y cubierta.

Luego está el que lo lleva en el bolsillo, lo enfunda y desenfunda a golpe de vibración y lo contempla sin sacarlo de debajo de la mesa. Va asintiendo y siguiendo una conversación paralela a ritmo de sms y los escribe a toda velocidad. Le suelta latigazos oculares a su mano, convertida ahora en una tarántula epiléptica. 

En algún momento, casi todos se levantan para ir al baño a ritmo de metrónomo y cuando vuelven, como si de repente cayeran en ello, presentan al grupo alguna curiosidad recién recibida por correo electrónico.
Una lluvia fina de vino tinto ha ido calando en los comensales y, en el momento en que han acabado con los postres y esperan los cafés, se posa sobre la mesa un extraño ángel. 

Durante un interminable minuto y medio todos dejan de mirarse, se callan y se concentran cada uno en su dispositivo. Solo se oyen respiraciones y tecleos. Nadie finge ya hasta que la pompa estalla, y todos vuelven a mirarse los unos a los otros. 

De golpe salen del autismo y esconden los teléfonos con las orejas calientes y las mejillas rojas. 

Esconden el apéndice culpable, como si fueran adolescentes sorprendidos masturbándose en el baño que ahora se guardan azorados "el miembro"en la bragueta. 

Sienten vergüenza pero a la vez disfrutan de una rara complicidad que amortigua lo incómodo del momento. Se justifican glosando las maravillosas capacidades de sus aparatos hasta que alguien saca otro tema de conversación en la que todos se enzarzan en él furiosamente, entre sonoras risas.

Traen los cafés y una mano se desliza hacia el bolsillo atraída por una vibración... Y vuelta a empezar.

Pago mi consumición, me meto en el taxi y miro en mi Blackberry 9800 Torch la estadística del seguimiento de mi blog de hoy. Crearé un nuevo hastag en mi twitter y esperaré ansioso alguna respuesta, si es que hay alguien que me sigue, y lloraré por no reconocer mi adicción.

Sé lo que me hago... puedo controlarlo... lo puedo dejar cuando quiera...



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