Les voy a decir una cosa...
Su míni-vestido estampado era míni-mínimo.
Así sentada, con las piernas morenas cruzadas y los
brazos morenos y el cabello moreno al viento de su ventanilla abajo, parecía un
ser mitológico, una diosa de mármol esculpida de un golpe.
Su rostro no tenía sombras, ni baches, ni taras, al contrario, radiaba libertad y paz.
Cabello largo,
ondulado y negro o viceversa, orejas sin pendientes (no hay lóbulos más sexys
que los desnudos), labios con forma sensual,
muy sensual a lo Bardot y unos ojos ocultos tras unas Ray Ban de espejo
modelo aviador (peor para el sol).
Aquella mujer de mediana edad, (que horrible expresión descriptiva
policial), jamás había sido ni será portada de revista alguna, ni ha salido ni
saldrá en la TV, ni en las pasarelas, ni conoce ni conocerá el tacto de
las botas o la cama de algún Cristiano Ronaldo de turno, y sin embargo era,
es y será mucho más bella que cualquiera de ellas.
Por eso de repente me brotó en el bulbo raquítico una idea
que pienso alguna vez: Las mujeres más
bellas están en los supermercados, comprando fruta con su guante de
plástico, o haciendo footing a media noche entre los árboles, o en
el último asiento del autobús, o vendiendo zapatos ortopédicos, o en la
cola de cualquier concierto (que no sea de Bustamante o Bisbi), o como es
el caso, en mi mismo taxi…
Las mujeres más bellas son anónimas y surgen de la nada
cuando menos te lo esperas.
No intercambiamos palabra alguna. No hubo mirada cómplice
entre ella y yo. Solo me dijo al rato de alquilarme:
- “Perdone… pare aquí.
Me apetece andar un poco…” – y me sonrió y me dejó.
Les confieso que dos
manzanas después volví al punto donde la dejé pero no la volví a ver. Busque en mi móvil un tema del Sr. Knofler que, como siempre, decía como me había sentido al llevarla y dejé que mi imaginación hiciera el resto llevándola otra vez en mi taxi.
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